La gaviota al fin pudo descansar aquella húmeda y escocesa madrugada de agosto al oírle llegar.
Esta frase podría ser considerada redundante si no tuviésemos en cuenta que la gaviota había recorrido medio mundo y que hacía ocho lunas que no sentía un cálido aliento tranquilizador, el olor a potrillo, ése animalito tierno y poderoso, cuyas cinco extremidades inferiores se clavan al suelo como el más robusto de los árboles.
Y sería una frase olvidada si no precediese a una oración con las palabras búfalo, precipicio y hostión. Si en vez de ellas, hubiésemos dicho confianza, amistad y comunicación, la gaviota quizás no hubiese sentido el impulso de echar a volar, de migrar al Norte desde el reino de Parafernalia y la Ciudad de las Promesas Tácitas, y se hubiese apuntado a un curso de cocina para aprender a juntar ingredientes, aunque todo el mundo sepa que el papel de consorte de búfalo nunca hubiese podido hacer feliz, ni cómodo, ni especial, a un asustado pajarillo.
Pero hay quien cuenta polvos de estrella y se inventa agudas navajas sobre las que escribir y quien, simplemente, no siente esa necesidad.
Hay incluso algunos que defenderían el noble y dulce hecho de que la gaviota se posara sobre el potrillo de las Highlands con la única intención de descansar y ver alguna que otra stand-up comedy australiana, como si sus vuelos se inspirasen en una canción de las Dixie Chicks. Como si viviésemos en un mundo en el que los búfalos, en vez de embestir, se dejaran poner flores en las orejas por su amiga Ana, o cualquier otra que lograra hacerles felices.
Pero todo eso le da igual a un búfalo con susto y "carapazón" de piel curtida, al creerse atacado por las flechas al borde del precipicio.
Tanto si tiene alas imaginarias, como si lleva cuernos tácitos, una metáfora es una metáfora, hostias.
Friday, August 24, 2007
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