Friday, October 5, 2007

Princesita

Princesa era sólo un cachorrito cuando su dueño se largó, con el calor.

Todavía tomaba biberón. Hasta entonces siempre se lo había dado él, acariciándole detrás de las orejas y hablándole como riéndose. Observando divertido mientras se lo tragaba todo, con ojos chispeantes.

Siguió esperándole durante años, triste, a la misma hora cada noche, olfateando, entre las rendijas del armario de la entrada, las zapatillas viejas que se dejó. Eran de tonalidad gris caca, pero olían a pies. Y estaban destrozadas por dentro.

Si llovía, lamía las gotas de lluvia que resbalaban por el paragüero, segura de que iba a volver hoy. Al otro lado de la puerta hacía frío y a su dueño no le gustaba mojarse. Ni usar paraguas.

Princesa era uno de esos perros que sabían decir cosas a las personas con una mirada. Y nunca le había hecho falta ladrar.

Una vez tuvo que morder, eso sí. Fue en defensa propia porque la muy perra había ido a la yugular. Y no estaba jugando.

Princesa le hizo sangre y le supo bien, como a metal mojado, como cuando lamía el paragüero. Pero su dueña le dió varios azotes y la encerró en la cocina después. Princesa entendió que aquello había estado mal, porque nunca le habían pegado antes.

Su dueña le enseñaba todo con mucha paciencia. Jamás se había ido sin decirle "te quedas con la abuela". Le había dado el biberón aquel verano y, después, comida de la que hace ruido y te avisa de que llega y también de la que sale de la lata y se pega al hocico. Y galletas duras de hueso. Y trozos de su filete, que huelen a cocina de restaurante.

Su dueña no era de las que confundían la cecina con una alfombrilla de ratón.

Cuando su dueña lloraba, Princesa le lamía los mofletes. Cuando estudiaba, Princesa le hacía compañía, dormía o jugaba con Piolín, que olía a plástico y no sabía a nada.

Su dueña la llevaba de paseo al parque todos los días para jugar con Zar, el mastín. Hablaba con los dueños de los demás perros para que tuviese amigos. Princesa sabía que a su dueña le aburrían algunas dueñas, hablando de trapos, compras, dietas y el gran hermano. Pero hacía un esfuerzo, por Princesa. A veces hasta hacían excursiones tres o cuatro dueños y perros y les dejaban correr durante horas por el campo.

La dueña de Princesa nunca le había puesto correa, ni collar. Decía que su perrita era libre. Le dejaba oler todo aquello que le llamara la atención; podía explorar a su antojo los culos de los demás perros y personas que quisiera olisquear. También podía dejarse chingar si le apetecía.

Si no le apetecía, protestaba, y ya llegaba su dueña con un palo. O con el dueño de Zar. Porque Zar era el que más insistía, cuando le daba por ahí. Otras veces, jugando, Princesa le lamía los genitales si sabían mucho a pis. Pero ella no quería nada más. De cachorritos, ni hablar, Zar, le decía con los ojos. No te hagas ilusiones.

Y Zar se dejaba, más que nada porque sabía que era o eso, o nada. Aunque soñaba con Princesa adormilado a la hora de la siesta, en el sofá de Juan. Después se frotaba con los cojines y Juan sabía que era hora de sacarle de paseo. Con o sin Princesa.

Porque, a veces, Princesa no estaba. Su dueña la sacaba a pasear por otros lares.

Aquella tarde ya había vuelto el frío.

Era un parque extraño, había máquinas grandes haciendo un ruido infernal. Y gente que hablaba mucho y muy alto, demasiado, comiendo cosas con olor a arroz con leche.

De repente, no era canela. Era su dueño. Era él. Fragancia de zapatilla.

Salió disparada hasta donde estaba, olvidando a su dueña detrás. Se echó en sus brazos y le lamió entero.

- ¡Qué graciosa! Yo tuve una como ésta. Mira, Troya, una amiguita. Sit! ¡Siéntate!

Princesa fulminó con la mirada a aquel caniche como quien empuja con un dedo la puerta de los servicios en un concierto multitudinario.

El caniche se sentó. Esperó a Princesa con aires de suficiencia.

- Sit!

Princesa no se lo podía creer. ¿Sentarse?!! Se dió la vuelta y buscó a su dueña, que apareció en aquel momento, sin decir hola, ni cuánto tiempo.

- Princesa salvó a un niño en el río este verano. Estoy muy orgullosa.

Después le invitó a un café, pero él no tenía tiempo. La conversación duró bastante poco y se acabó cuando las dueñas de otros dos perros les invitaron a sendas fiestas aquel fin de semana. En seguida regresaron a casa.


Princesa desapareció aquella misma noche.

Nunca se supo más.

Su dueña siempre la echó de menos, pero no se preocupó.

Tampoco fue a ninguna fiesta.

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